(…la encontré un viernes a las 17h36)

“Y es que cuando uno sacude el cajón de los recuerdos….son los recuerdos los que terminan sacudiéndolo a uno…” Andrés Castuera.

Termino de empacar mis libros….ropa y calculadora se mezclan en una mochila gigante azul de montañista, afuera del edificio de mi universidad llueve, truenos típicos de las 14h00 en Sangolquí. Anorak y capucha hacia arriba, audífonos y “Time” de Pink Floyd empiezan a sonar a volumen estridente, me despido ágil de mis compañeros de universidad entre una mezcla de buenos deseos y malas palabras mientras levanto la mano, salgo de la Facultad a paso ligero sabiendo que me esperan tres buses más para llegar a mi lugar, es viernes, Ibarra espera, al fin.

Mis días normales transcurren desde una despedida melancólica de domingo hacia un eufórico viernes repleto de kilómetros de retorno, desde la ciudad que quiero hacia la ciudad que debo; horas entre computadores, laboratorios, libros, madrugadas, silencios extensos, comidas rápidas y parias de diversas ciudades iguales que yo.

Dos horas separan mi mundo actual del que extraño cada día, veo mi reflejo en el cristal de la ventana del bus, afuera las nubes altas viajan con mi mismo rumbo, veo pasar furtivas a personas, autos, casas, pueblos, un lago y montañas, el ritmo se acelera cuando empiezo a sentir la cercanía de mi lugar.

De pronto vuelvo en memoria a un día de hace varios años, dejo de viajar en la autopista para viajar en recuerdos, puedo precisarlo perfectamente: jeans rotos, palillos astillados y el sol sobre nuestras cabezas a inicios de la tarde, el resto de la ciudad en silencio, y yo parado en medio del patio central de mi colegio, tengo a mi lado derecho una belleza plateada que podría derrumbar las paredes si quisiéramos, un símbolo de poder, el tambor G-36, lo tengo desde tercer curso, un tambor plata con parche transparente, faja blanca y una calibración perfecta de sus hebras, un sonido ronco comandante de brutal elegancia, tuve la suerte de tenerlo asignado desde muy temprano en mi edad, privilegio de cursos mayores, en mi caso una responsabilidad muy temprana. Esa tarde en particular nos miramos todos los integrantes de este grupo de ruidosos Sanchistas, Padre Torres no estaría más en el colegio, estábamos solos con la tristeza  de no tener a nuestro guía permanente quien nos gritaba “No toque!, no toque!” mientras repartía porrazos al deslizarnos por el pasadizo hacia la bodega de la Banda de Guerra, no estaría más, decidimos avanzar solos, y lo hicimos, los más antiguos liderando el proceso de prácticas, desde la primera marcha hasta la última, guiando a los tambores menores (habitualmente chúcaros entusiastas) a afinar el compás y la precisión, ardua tarea. La novena marcha posiblemente sea la más recordada por todos quienes tuvimos la suerte de pertenecer a la Banda de Guerra del Sánchez, una marcha batiente, simétrica, elegante, debía ser lenta, mientras más lenta más elegante, difícil contener esa energía desbordante de los nuevos. Con la libertad de crear, empezamos a jugar con variantes y resulté con una variante de la novena marcha que atrajo a todos, un conjunto de silencios luego del ritmo batiente, la practicamos, la incorporamos, duraría poco o nada pero la hicimos nuestra y empezamos a tocar diez marchas en lugar de nueve, la décima!. Resultaba elegante cerrar los desfiles luchando contra el Teodoro Gómez por saber qué banda toca más fuerte, con ritmo más lento; ir al frente de las escuadras y en el extremo era lo mejor, respetabas tu línea y mirabas al frente, despejabas a la gente sentada en la acera, los palillos rozaban las narices de la gente, te provocaban desde el costado alumnos de colegios rivales, mantenías el ritmo y los cambios de marcha mirando al frente, inmutable; sentir tus colores, la boina, el prendedor con la insignia del Sánchez, ese era el orgullo mayor, y la novena, esa hermosa marcha circular y perfecta, ahora tenía un acompañante: la décima!.

Un frenazo me devuelve al asiento del bus, ahora se escucha Oasis, “Don`t look back in anger”, subo el volumen, suspiro, me pregunto el porqué de no poder congelarse en una edad y vivir esa época siempre.

Llego al terminal, Flota Imbabura, tarde de sol en Ibarra, y esa sensación hermosa de deslizarte hacia tu lugar, caminar por las calles que pisé un millón de veces desde niño, saludar a alguien que conozco, cruzar de calle para entrar en el ruido amigable de Ibarra. Camino seguramente con una pinta extraña, la gente alegre sin preocupaciones circula, niños con paracaídas hechos de plástico, al fondo el Imbabura vigilando todo.

Me acerco a la calle Bolívar y la veo desde lejos bloqueada, repleta de gente, desde que me fui ya no reconozco las fechas, eventos, gente en mi ciudad, no me entero de nada, empiezo a ser un extranjero en mi propia ciudad. Conforme me acerco a ese tumulto para saber qué ocurre allí me doy cuenta de que es un desfile, exactamente a las 17h36 empiezo a escuchar sonido de tambores que se cuelan entre los audífonos, lejanos primero, precisos después, grito sin poder contenerlo: “La novena!, esa es la novena!”, me saco los auriculares como si estorbaran, empiezo a correr sin preguntarme cómo, desaforado, con la mochila dando tumbos, a empujones, nadie entiende porqué este tipo quiere llegar hacia el origen del ruido ordenado, me quedo al fin parado allí, escuchando la novena marcha de la Banda del Sánchez!, viendo alumnos de mi colegio que no conocí, rostros nuevos, y la novena sonando más hermosa que nunca!. No sabía que necesitaba tanto volver a sentir esos tambores vibrantes para saber que fui parte de una élite de seres humanos que hacían unísono con tambores….no sabía que lo extrañaba tanto.

Cierro mis ojos y mis manos dibujan el batir de los palillos con la novena marcha, nunca podría olvidarla, empiezo a caminar tras la gente siguiendo el rumbo de esas filas perfectas de escuadra…entra el remate de cambio de marcha y ocurre: el grupo empieza a tocar la décima marcha, esa marcha que un grupo de casi niños creamos hace ya varios años, allí el alma se parte en dos, los ojos se llenan de lágrimas, el corazón quiere volver a estar sobre esa calle, haciendo rugir al G-36….allí me dejo llevar y pasan furtivos los años hermosos en mi colegio, allí no importa quien mire, ese es mi colegio!, ese era mi tambor!, esa fue mi juventud!, así inició mi vida!….

Reconocí allí que desde crucé el umbral de nuestra puerta gigante con un escudo único, hasta que salí de allí, que en ese lugar se formó mi humanidad, quien soy, quien sea en futuro, y que ese tiempo tocando un tambor fueron posiblemente los momentos más felices de mi vida.

Christian Noboa

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